jueves, 30 de abril de 2009

Cementerio Evangelico






El árbol del indio



Una mañana de mayo, de esos frescos día los otoñales en que una bruma liviana hace difusos los contornos del paisaje, fui al cementerio.En el trayecto que hice lentamente a pie, los perfiles se fueron dibujando a medida que el dios Febo se elevaba y cobraba fuerza.Sus rayos entre las altas casuarinas junto al solitario y silencioso templo que guarda la entrada del lugar donde moran los muertos- daban al entorno un carácter singular. Parecían querer tocarme sus largos dedos extendidos entre el ramaje, para llegar a mí con su luz y su calor.Resplandecían las gotitas suspendidas en el aire.Los colores comenzaron a definirse. El verde oscuro de los añosos árboles, la torre rojiza de la iglesia con su larga aguja plateada que busca el cielo -que allá arriba mostraba su infinitud, ahora visible- celeste, profundo y purísimo.Aún pendían algunos cristales brillantes de las ramas, apellas movidas al posarse una paloma en un hueco de su follaje fino.Debe tener su nido ahí, pensé.En ese instante comprendí por qué a mi padre le gustaban tanto esa hora y esa época del año. Esa conjunción armónica hacía de este momento algo marcadamente especial, perfecto.No cabía duda de que el recorrido debía hacerse en silencio.

Parecía que cualquier palabra que se pronunciase rompería el hechizo de ese magnífico despertar del día, pleno de belleza, paz y serenidad.El sitio y la circunstancia convocaban a la contemplación, a la reflexión.Mis pasos en el empedrado eran el único sonido que denotaba la presencia del ser humano.Yo, simplemente, seguía el camino.De pronto, me detuve. Ante mis ojos se alzaba aquel espléndido árbol, de una especie desconocida para mí.Me gustan los árboles, pero aquella enorme copa redonda -cargada de hojas que empezaban a amarillear con ganas de remontar vuelo- era extraña para mi escaso saber.Más sorprendente, aun, ubicación.Parecía custodiar una tumba, en la que, junto a una humilde cruz de hierro herrumbrado, había una lápida de piedra con un tosco grabado:

"Feliciano Corepa. Antes cacique de los Andes.Falleció el 21 de febrero de 1874 en la Estancia Pichinango a la edad de 95 años, después de 50 años de servicio en dicho establecimiento, siempre a satisfacción de los dueños."

Comprendí que esa era la tumba del indio, de la que tanto había oído hablar en mi niñez.Entonces recordé el antiguo relato de aquel colla que vi no desde las tierras que se encuentran más allá de los Andes. Hizo el extenso recorrido a pie, buscando un hogar. Y lo encontró aquí, junto al Rosario, en la estancia de los ingleses.Menudo, arrugadito y encorvado, trabajó y vivió con la sencillez con que sólo pueden hacerlo aquellos que están en paz consigo mismos.En cada paso que daba para cumplir las órdenes recibidas, sabia que no hacía otra cosa que ejecutar la voluntad del Ser Superior que lo puso un día, ya muy lejano, sobre la tierra.



Nunca escapó de sus labios una queja o una maldición. Jamás se lo vio apurado. La ira, la ambición, el orgullo o el rencor de cuantos a su alrededor estuvieran, no lo tocaban. Ni lo rozaban, siquiera.Era capaz de hacer de todo; ninguna tarea le resultaba difícil, mucho menos, imposible.Jamás se negaba a cumplir una orden, pero si ésta controversia sus principios, seguro que la cumplía a su manera... que podía ser muy diferente a la de sus patrones.Al comienzo, éstos no entendían el porqué. Luego, fueron aprendiendo ~'las verdades que la tierra enseña", como solía decir él, y lo dejaron actuar de acuerdo con esa sabiduría ancestral que respetaba la vida por encima de todo.Amaba la naturaleza. Era sabido que cada semilla que ponía en la tierra germinaba, sin excepción, y daba lugar al nacimiento de una planta con espléndidas flores o a un árbol de sombra generosa.Hablaba con los vegetales, con los animales, con las piedras y con el agua del río. Con los elementos, hacía uso de un lenguaje extraño, que acompañaba de un ritual con movimientos del cuerpo, con gestos incomprensibles, con largos silencios.
Muchos años después, en la magia de esta mañana, tengo ante mí la prueba de esa especial comunicación entre Natura y el viejo indio: el hermoso almezo que Feliciano Corepa sembró después de muerto.Cuentan que fue su amiga de siempre la que protegió su tumba -de la misma forma que cuidó su larga vida- con este singular custodio brotado de las semillas que el indio, como era su costumbre, llevaba en el bolsillo del pantalón.
El árbol y la tumba son reales. Se encuentran en el Cementerio Evangélico de Colonia Suiza


Cuento publicado en el libro: "Memorias de mi tierra" de Sonia Ziegler

2 comentarios:

  1. Yo fui testigo de su vida fue un buen hombre y ese mismo arbol esta en mi casa el lo plantaba en lugares donde nadie los pudiera encontrar solo se olvido plantar 2 los cuales llevava en una pequeña bolsa en el pantalon una nacio la otra estaba naciendo cuando yo fui y la arranque y plante en una tierra humeda y suave. CON CARIÑO SU TATARA ÑIETO.

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